Argumento
Christiane Alberti[1]
«No decir más de lo que se sabe»
A partir de su encuentro con Aimée,[2] Lacan abrió una vía a la práctica analítica con sujetos psicóticos. De ella extrajo una cuestión esencial –“ la cuestión preliminar” –, que es la de la transferencia.
Las dificultades para instaurar la transferencia en la psicosis y su interpretación del caso Schreber habían conducido a Freud a problematizar la cuestión del objeto en la psicosis. En su obra, la paranoia aparece como una enfermedad del amor, en la cual el sujeto no puede situarse en el lugar del que ama. Es con un índice de exterioridad, como lo define Freud en “Duelo y melancolía”,[3] que el sujeto puede enunciar un “te amo”, como lo demuestra la forma erotomaníaca o el delirio de celos, nunca exentos de persecución. A partir del destino de la libido, Freud distinguió igualmente la paranoia –donde domina el narcisismo– de la esquizofrenia –que testimonia del propio investimento autoerótico de los órganos del sujeto, un investimento en la lengua.
Amar presupone poner en el Otro el objeto precioso al que se dirige el amor. El objeto de amor está, para el sujeto, definitivamente perdido. Jacques-Alain Miller supo reconocer en la psicosis la estructura clínica en la que el objeto no está perdido.[4] Lacan había anticipado: “Hay hombres libres. […] Los hombres libres, los verdaderos, son precisamente los locos. No hay demanda del a minúscula, su a minúscula él lo tiene, es lo que él llama sus voces, por ejemplo. […]. Él no se sostiene en el lugar del Otro, del gran Otro, por el objeto a, el a él lo tiene a su disposición. […] El loco es verdaderamente el ser libre. […] digamos que tiene su causa en su bolsillo, es por eso que es un loco”.[5]
La transferencia psicótica no es la transferencia amorosa del sujeto neurótico, sino una transferencia de tono erotomaníaco, o susceptible de tomar un giro persecutorio.
Requiere un cuidado especial para mantener las condiciones del diálogo. A propósito de “El niño del lobo”, el paciente de Rosine Lefort,[6] J.-A. Miller escribió: “El esquizofrénico no tiene el significante de la falta, nada impide que se pueda intentar ayudarlo a obtenerlo en lo real”.[7] Esta observación me guio en mi relación con el caso de L.
El encuentro con L pone inmediatamente en tela de juicio el poder de la transferencia, en la medida en que las palabras del sujeto no lo dividen. Lo que dice se parece a “enunciados tautológicos”[8] que excluyen el dinamismo de la verdad: «Yo sé eso que yo digo porque no puede haber más que eso que yo digo en eso que yo digo».
Llamado “superdotado”
Recibí a este joven en un momento agudo en el que sus rabietas estaban aterrorizando a su entorno. Un ejercicio que no ha terminado, un reproche o una pregunta del profesor, bastan a L para derribar pupitres y sillas sin que nada pueda calmarle. La escuela amenaza con expulsarle. La cólera inmotivada en casa también deja a sus padres en cierta perplejidad. L ha sido señalado como un niño superdotado, capaz de hacer en quince minutos lo que otros niños hacen en un día. Desde su diagnóstico de «niño precoz», todos sus movimientos y gestos son leídos a través de este prisma. Sobre su hijo en tanto «niño precoz», el padre tiene un discurso experto nutrido de un saber de Internet. Tiene sobre él una mirada no particularizada.
No decir más de lo que se sabe
De eso que él llama sus «rabietas», L no podrá decirme nada. No sabe lo que le pasa en ese momento: «No puedo hacerlo y por eso pierdo los estribos».[9] Con esa frase, está todo dicho. L precisará desde los primeros encuentros, en una sola y justa frase, la relación particular que mantiene con el saber y el lugar que me señala: «No puedo decirte lo que no sé, eres tú quien debe decírmelo y hacerme preguntas».
1) Él no puede decir lo que él sabe. Su discurso es fundamentalmente tautológico: todo está contenido en lo que es dicho. No se trata de una reticencia a decir, en el sentido de la represión. Al desplegar la palabra, el sujeto nunca se traiciona a sí mismo cuando habla.
2) «Te corresponde a ti decirme y preguntarme»: él entrega así la estructura del diálogo. Para él se trata de ir a buscar en un otro los elementos susceptibles de contrarrestar una zona de vacío en la subjetividad. El reto consiste en calcular un lugar que se articule, no a la estructura interpretativa de la transferencia, sino a tener en cuenta lo real forclusivo.
Gemelización
L presentó dificultades desde el momento en que se confrontó al lazo social fuera de la familia –en la guardería y en el jardín maternal. A menudo se aislaba, era muy agresivo con su hermano gemelo, y desde la guardería mostraba una actitud que los profesores calificaban de depresiva.
L tiene un hermano gemelo. Su padre, un brillante investigador científico, estaba completamente absorto por su trabajo y a menudo se iba de viaje a congresos. La madre, profesora en el mismo colegio que sus hijos, se ocupa de la casa, asegurando una presencia constante junto a ellos. Se presenta como totalmente polarizada por L, y viceversa: «Él es mi único interlocutor, la única persona con la que hablo tan a menudo, la única persona con la que puedo mantener largas conversaciones sobre la existencia, el sentido de la vida, etc.» Su discurso deja poco espacio a lo que Lacan llama la dimensión del padre. Ella me indica que «¡En la familia, sólo hay gemelos!» Ella misma tiene una hermana gemela, al igual que su madre.
Las cóleras de L estallan en un momento en que su madre se ve afectada de diversas maneras: durante el mismo año, cae gravemente enferma; su propia madre, que había sido un gran apoyo para ella, se suicida; su padre muere unos meses más tarde. La pareja formada por los padres de L y la constelación familiar, tejida en espejos en cascada, abren un orden familiar basado en la fraternidad. La transmisión familiar parece basarse en una única figura parental, la madre, de manera “unilateral”, como dice Lacan en el Seminario III,[10] sin referencia al encuentro sexual.
El apasionado apego de la madre a L –y el de L a su madre– es amor del mismo tipo. En sus largas elaboraciones sobre la organización del fin de semana, el discurso del hijo es estrictamente un calco del de su madre. Cuando mueren sus abuelos, L puede decir: «Estaba triste», pero es una tristeza sin afecto. El significante no muerde el cuerpo. Toma prestada la tristeza de su madre, de un modo transitivista.
L ocupa el lugar de gemelo de la madre: es su doble, y viceversa. La adhesión madre / hijo se deriva de esta identificación en espejo, en su función de modelo a imitar. Esta topología del espejo esclarece el estatuto de la palabra y el lugar del analista.
Un espacio para la tautología
L dice que es un niño normal de una familia normal. Él no tiene nada qué contar: la vida cotidiana es banal, la jornada es ordinaria, las vacaciones también. El discurso es fluido. No ve realmente lo que podría decirme, pero acepta venir a las sesiones por la transferencia de su madre hacia mí, y en vista del dolor que su violencia en la escuela genera en su madre (expresa arrepentimientos que no están en sintonía con sus pasajes al acto).
Entonces le digo que lo que es banal o normal puede ser digno de interés, digno de ser dicho. Hago un lugar a la tautología. Comienza a relatar acontecimientos cotidianos, describiendo metódicamente su jornada de niño de hoy, con los objetos que la pueblan: PlayStation, Gameboy, en definitiva, las maravillas de la técnica. Los otros niños no son dignos de interés: “Son bestias, chiquillos, no me gusta pasar tiempo con ellos”. L no puede ocupar su lugar entre los demás, él se dice diferente a los demás.
Con una precisión inaudita, el relato de L utiliza un lenguaje precioso, dotado de una sintaxis perfecta. En este océano de exactitud, la verdad se escapa sin cesar. El relato no produce ningún progreso en el saber. Aislaré dos fragmentos para ilustrarlo.
L me cuenta su alegría de ir de vacaciones, a la playa como cada verano, y dibuja con palabras un cuadro estival: llegamos, nos ponemos las chanclas, vemos el mar, ahí está la calle, solo basta cruzarla, el mar está ahí, es la playa. Es casi un cuadro al estilo Balthus: el decorado en su fijeza está ahí, el movimiento acaba justo de ocurrir o va a producirse, pero en el cuadro, la vida no está, el presente es eterno.
Un día, L llega diciéndome: «Clásicamente te cuento dos categorías de eventos: o cuento mi vida diaria, o bien los eventos significativos. Hoy te voy a contar un hecho significativo: esta mañana mi padre, que me esperaba para acompañarme al colegio, se impacientó porque yo estaba retrasado. En un momento se enojó y exigió que me suba al auto mientras todavía tenía la boca llena de dentífrico». L termina esta descripción con un silencio. Le pido su comentario y responde: «En general no es agradable hacerse gritar por su padre». ¿En qué es esto un evento significativo? Él me responde: «¡Porque eso no ocurre todos los martes!» L no puede afirmar sin apelar a una identificación conformista. L no se queja. Un punto de vista sobre el acontecimiento, una actitud crítica hacia el padre implicaría la articulación con un ideal, con el deseo del otro. Puede así relatar este acontecimiento, describirlo, pero como si no se tratara de él. El recuerdo no tiene valor positivo ni negativo, sólo el del incidente y la emoción que lo acompaña.
¿Cuál es la función del relato aquí, cuando todo lo simbólico es real? ¿Cuál es la función de la palabra, cuando el modo de decir atrinchera de esta manera la subjetividad?
El universo del libro
L es un gran lector. Desde que está en edad suficiente para leer libros, ha leído novelas enormes, de trescientas a cuatrocientas páginas, dos o tres por semana. Le gustan especialmente las sagas y, más a menudo, las novelas marcadas por el aliento de la epopeya: Ulises y La Odisea, Harry Potter o incluso las novelas de caballerías. Como él lo dice: «Me parezco a mi madre. En casa somos los dos únicos que leemos, es con ella también con la que hablo mucho». Los padres deben frenar esta actividad de aspecto bulímico, que de otro modo ocuparía cualquier momento de la vida diaria, incluso de la noche. Ante mi interés, L accedió a hablar conmigo, tras asegurarse primero de que yo también era lectora: «¿Sabes algo de novelas de caballerías?» Me dice que «estas no son vidas ordinarias, ya que la vida es en sí misma un devenir de pruebas, llena de acontecimientos; de lo contrario, sería mortalmente aburrida».
¿Hay algún personaje que prefiera o le interese en particular? «No, observo sus hazañas, observo los acontecimientos a lo largo de sus vidas… me sirve para crear recuerdos». L no puede ponerse en el lugar de uno de ellos, porque ello presupondría el punto desde el cual él mismo es identificado por el otro y del que carece cruelmente. A falta de este punto, L fotografía los eventos de un destino de excepción. Devora libros, o más precisamente, son las palabras las que devora. «Las palabras, eso cuenta, palabras bonitas, rebuscadas, eso porta un universo, eso lleva lejos al lector ». La estética de las palabras focaliza su interés, las palabras son amadas por sí mismas, en detrimento del escenario, de la intención de significación, del mensaje que vehiculan. La lectura puede así desplegarse infinitamente; de ahí la gran capacidad de lectura de L y su prodigiosa memoria de escenarios complejos, así como de la multitud de nombres propios. Su estilo, cada vez más literario y precioso cubre así la banalidad de las ideas, lo que le aísla aún más de sus compañeros, quienes en cambio hablan la lengua SMS.[11]
Él evoca «el universo del libro que el autor quiso crear. A partir de una descripción, cada uno representa la palabra, cada uno crea sus propias imágenes y posteriormente crea un mundo a partir de esas imágenes y de lo que se dice, ese es mi universo. Esa no es la realidad. De ahí la necesidad de leer volúmenes enormes, para dejarme tiempo de entrar en este universo».
La lectura le permite alojarse en el centro del universo, tener una influencia sobre él –el universo de la excepción, cuyo tinte megalomaníaco le permite un mínimo, sino de subjetivación, al menos de emergencia como yo (moi),[12] única muralla contra la muerte subjetiva. Dominar equivale a existir, lo que le confiere un espesor de ser. Es esta mínima aprehensión de su real, la que va a permitirle inscribirse de manera un poco diferente en la vida cotidiana y en el vínculo social.
Opacidad, ignorancia, desprecio, malentendido…
Las sesiones, de hecho, le cuestan, no las disfruta. Muy rara vez, casi siempre en los mismos momentos, L manifiesta, a mi parecer, una actitud afectuosa al final de la sesión: por identificación transitivista a su madre, para agradar a su madre, él se muestra complacido.
Solamente después de algunas sesiones, L me utiliza de manera diferente, planteándome una pregunta muy concreta para resolver: ¿a qué clase irá el año que viene? ¿a una clase para superdotados?, ¿o a una clase normal donde se quedará con sus compañeros? Considera cada una de estas soluciones de manera muy concreta y termina concluyendo que, considerando todo, preferiría quedarse con sus compañeros. Reserva las «preguntas más difíciles» para la conversación con su madre: «¿Qué es la vida? ¿Una conciencia individual? ¿Una voluntad individual?» Por primera vez se queja de su hermano gemelo: «Me gustaría compartir con él mi gusto por la lectura, pero eso no le interesa. Él, que fue un estudiante modelo, serio, obediente, actualmente se encuentra bajo la influencia de un mal camarada».
Los padres observan que la situación en la escuela se ha calmado claramente –las cóleras son mucho menos numerosas– y que L consiente, no sin esfuerzo, a realizar actividades con sus semejantes: hace poco se inscribió en un grupo de hip-hop.
El lugar tercero del sujeto supuesto saber propio del análisis es puesto en juego; él reconoce y acoge el real con el que se enfrenta. Al aceptar su: «Te toca decir», consentí a este malentendido y así proporcioné este lugar donde se puede construir la opacidad necesaria para el diálogo. La estrategia de la transferencia le permite a L acotar la estructura de transparencia del discurso: operar una sustracción, cavando un espacio cerca mío, allí donde el discurso se desliza, idéntico a sí mismo y absorbiendo al sujeto. Es este lugar que impulsa una dinámica de la cura, y más allá, en el lazo social. Como en todo psicoanálisis, L hace de este modo la experiencia de un lazo social inédito en cuanto se distingue a la vez de la pregnancia imaginaria y frágil del espejo y de la exigencia superyoica social que desconocía los efectos de la forclusión. Sus tautologías son acogidas, gracias a lo cual el resto del campo social queda liberado, y L puede salir de sus lecturas y dirigirse hacia los otros.
Para este niño que sabe todo, alguna cosa opera en su ignorancia. Tiene, entonces, lugar para lo oculto, el malentendido, en el que progresivamente está tomado. Está tomado él mismo en el juego de la suposición que está en proceso de localizarse. ¿Puede ser la suposición de un saber hacer allí? Muy recientemente, en efecto, me convertí en un objeto de curiosidad, de interrogaciones: «¿Tu escribes libros, cierto? ¡Nunca te imaginé escribiendo!».
Traducción: Cristopher Tapia, Sofía Ruales.
Revisión: Carolina Vignoli y Adolfo Ruiz.
[1] Christiane Alberti es miembro de la Escuela de la Causa freudiana y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, de la cual es actualmente su presidente. Es profesora en el departamento de psicoanálisis de la Universidad París VIII y psicoanalista en Toulouse.
[2] Lacan, J. (1979). De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad, Siglo XXI editores; España. (Original publicado en 1932).
[3] Freud, S. (1992). Duelo y melancolía. En Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico. Trabajos sobre metapsicología y otras obras. (1917 [1915]). Amorrortu XIV ; Argentina.
[4] Miller, J.-A. (1993). Ironía. En Uno por Uno, Revista Mundial de Psicoanálisis, N°. 34, edición Paidós – Eolia; Argentina.
[5] Lacan, J. (1967, 10 de noviembre). Breve discurso a los psiquiatras. Círculo de estudios psiquiátricos en Sainte – Anne, P. 25 y 26. París. La cita corresponde a la versión disponible en Internet en: https://www.lacanterafreudiana.com.ar.
[6] Lefort, R. y Lefort, R. (1988). Les structures de la psychose. Seuil ; Paris.
[7] Miller, J.-A. (1993). Ironía. En Uno por Uno, Revista Mundial de Psicoanálisis, N° 34, P. 7. edición Paidós – Eolia; Argentina.
[8] Es así como Lacan describe la psicosis de Wittgenstein.
[9]N. Del T.: je pète un cable, en español se puede decir perder los estribos, pelar el cable, volverse loco.
[10] Lacan, J., (1955 – 1956). El seminario libro 3 Las psicosis. Paidós, Buenos Aires, p. 291.
[11] N. Del. T.: SMS: mensajes de texto.
[12] N. Del. T.: está entre paréntesis el (moi) original del francés para que se capte el concepto en tanto la función que está en juego.